Fue un día caluroso, de esos que parecen anunciar un atardecer inolvidable, pero la bruma decidió quedarse con el protagonismo. Esa neblina suave cubrió el horizonte y nos robó la típica postal del sol escondiéndose en el mar.
La mar, además, estaba revuelta, sin darnos opción de bañarnos o acercarnos demasiado a la orilla. Y aun así, todo ello le dio a la sesión un aire distinto, casi mágico.
Con ellas dos todo fluyó de la forma más natural. Reímos, caminamos por la arena y disfrutamos de una tarde que, aunque distinta a lo esperado, se convirtió en una experiencia preciosa. Al final, lo importante no es el escenario perfecto, sino la energía y la complicidad que transmiten quienes se ponen frente a la cámara. Y eso, ellas lo tenían de sobra.









